
De a poco había encontrando mi rumbo: entré en el último año de secundario, conseguí los mejores amigos que una chica como yo puede conseguir, había tenido a mis chicos y siempre había algún que otro dando vueltas, tenía mi amor platónico como todas las chicas, mi amor filosófico como solo yo puedo tener, estaba decidida que iba a estudiar, por fin me sentía conforme con mi ser, ¿Demasiado perfecto para ser verdad? Lo supuse.
Hasta hace un tiempito esa era mi condición humana, mejor de lo que había estado en cualquier época de mi vida pero demasiados ámbitos de mi vida bien significaban- esto lo aprendí con el tiempo- que alguno decaería abruptamente en cualquier momento y eso fue lo que sucedió. Debo admitir que lamentablemente no fue ni el amor, ni la salud, ni los amigos, ni la economía, ni la escuela, ni siquiera mi pelo- hubiera dado toda mi melena a cambio de lo que realmente sucedió-. ¿Qué omití hasta este momento? A aquellas personas que me acompañaron incondicionalmente desde mí llegada al mundo- por Dios que frase cliché-, mi familia.
Mi familia que consta de menos miembros que las letras que componen a la palabra, mi hogar dentro de mi casa, mis mimos cuando estoy mal, mis hombros para llorar y mi eco al reír. Los que me regañaron y felicitaron, los que me ayudaron y educaron, aquellos que me bajaron el volumen de la música cuando estaba fuerte y me sacaron una foto cuando recibí un premio. Esas tres personas que me conocen tan bien que sin hablarles saben todo lo que sucedió en mi vida, que confunden el nombre de mis amigos de toda la vida porque aún no logran recordar quien es Nicolás o Sebastián. Esos seres que me escucharon hasta lo que no les interesaba, que sonrieron ante la peor obra de arte en mi infancia y mis desastrosos looks de la adolescencia. Son esas tres personas unidas por lazos de sangre a mi persona a las que jamás dejaré de querer hagan lo que hagan- esta frase es importante y tal vez deba recordarla varias veces para no decir estupideces-.
Diciembre, calor. Segunda quincena de diciembre, más calor. Jueves 16 de diciembre, mucho más calor. Por la mañana, alucinaciones- ¿Alucinaciones? ¡No!, realidad. ¿Qué carajo?... REALIDAD.
De siete a nueve de la mañana me encontraba durmiendo, de nueve a diez dando vueltas en la cama- ya es rutina-, de diez a diez y cinco convenciéndome de que es hora de levantarse, de diez y media a once llorando, de once a doce enojada y gritando, de doce en adelante… silencio. Bonito día- sarcasmo-. El peor de mi vida hasta el momento- realidad-.
No es mi intención ser melodramática, pero no son exageraciones, mi jueves por la mañana fue horrible. Todo comenzó como dije anteriormente pasadas las diez y veinte que es cuando llevaba un buen rato diciendo la típica frase “cinco minutos más” – lo cual en realidad no importaba mucho ya que eran vacaciones, pero lo hice por respeto a aquellos que todavía están trabajando, típicas locuras que nadie jamás sabrá-. Supongo que el primer pie que tocó el suelo fue el izquierdo- no soy supersticiosa pero un día como ese se debía a alguna situación parecida o al mal karma, no hay otra explicación- porque desde ese momento en adelante mi vida familiar quedó en ruinas.
Salgo de la cama, entro en el baño, me miro al espejo, me horrorizo, hago un intento de peinado, no me sale, hago varias caras –como si me estuvieran fotografiando, un “tic”-, me lavo los dientes, salgo del baño, recorro el pasillo- comienzo a oler ese típico aroma de un día que va a ser memorable-, me puse feliz, esbocé mi mejor sonrisa, pasé por el living, apagué la luz innecesaria- un poco de ecología no mata a nadie-, llegué a la cocina, vi a mi madre y finalmente me dí cuenta que ese día sería memorable pero no por una buena causa.
Mi madre se encontraba sentada en la silla del comedor en la que jamás se sienta nadie y eso ya me puso en alerta, por ser un jueves de diciembre mi madre debería estar trabajando como todos los docentes con aquellos alumnos que no llegaron al siete pero no lo estaba y mi madre nunca falta al trabajo. Me acerqué- casi tan lentamente como si se tratara de un espécimen de otro planeta-, estaba llorando –la miré como si fuera uno, debo decir que no es normal ver llorar a mi madre- y me senté a su lado.
No pronuncié una palabra hasta que dos minutos más tarde decidió hablar ella, supongo que en respuesta a mi frío comportamiento –ni siquiera fui capaz de abrazarla o tomarle la mano, no es mi estilo- y con un simple “lee” me tendió una carta que había estado sosteniendo desde que la vi. Tomé la carta como si se tratara de un papel insignificante- faltaban pocos minutos para darme cuenta que no se trataba de cualquier manuscrito- y comencé a leer.
Cipolletti, 20 de noviembre del 2010
Querida familia…
…
¿Cómo se atreve a llamarnos familia? Sí es él el que la estaba arruinando en ese preciso instante con su huída. Si era nada más y nada menos que “el hombre de la casa” el que acababa de cambiar tres vidas para siempre, él que había decidido irse para no volver, él que se cansó de la “ginecocracia”, él que se había conseguido otro lugar para vivir donde podía volver a comenzar. Todos nos cansamos papá –aún no lo he dejado de querer y jamás diré que no es él quien me dio la vida- pero hay que aguantar, hay que informar, hablar, hay que arriesgar, pero jamás abandonar.
Hice anamnesis, año 2002, yo tenía ocho años y me encontraba en el cine mirando una película que jamás olvidaré. Entre los diálogos que más recuerdo hay uno que esta situación me hacía recordar. “Ohana significa familia. Y tu familia nunca te abandona ni te olvida.”- Stich de Lilo&stich-. Era muy pequeña cuando la escuché pero me quedó grabada porque sabía que era cierto y recuerdo que fue aquello lo que me hizo feliz en muchos momentos, saber que yo era parte de una ohana y que eso quería decir que nunca me abandonaría u olvidarían.
Pero una vez más Disney me hizo creer en algo que no era cierto, como vos papá que por mucho tiempo me hiciste creer que éramos una familia unida. Con los años descubrí que mientras uno va creciendo se lleva varias desilusiones, que hay que aprender a asumir y continuar porque uno no debe quedar varado. Me desilusioné cuando me dijeron que Papá Noel no existía, con los Reyes Magos, el Ratón Pérez, las hadas y sirenas pero ninguno de ellos me costó tanto admitirlo como a mi propio padre porque existía, pero no me quería lo suficiente como para quedarse a mi lado.
Cobarde, lo descubrí apenas abrí la carta. La fecha no era de ese día, eran algunas semanas atrás pero no se animó, cada uno de esos días debe haberse preguntado cuándo huir y recién ese caluroso día de verano descubrió la respuesta. Espero que algún día note su error, que nos extrañe, o simplemente que le de curiosidad saber cómo se encuentran sus tres princesas, a las que alguna vez deseó y cuidó pero que el tiempo le alejó.