jueves, 26 de abril de 2012

Real


Nunca lo quise escribir, tal vez porque uno las cosas dolorosas no las quiere recordar. Cual puñales quedan prendidos en nuestro cuerpo y nos anestesiamos constantemente para no sentirlos. Escribirlo sería sacar el puñal sin anestesia para comenzar a curar. 
Recuerdo el día exacto, miércoles 3 de agosto del 2011. El mejor día de mi vida, el peor también. El día que todo terminaba, el día que comenzaba a vivir otra vez. A las siete de la mañana caminaba por las paredes de mi casa, no sabía que hacer para calmarme. Lloraba sin consuelo. La mezcla era rara, eran lágrimas de felicidad con algunas de miedo y tristeza. Lo único que quería era que todo culminara para por fin poder comenzar otra vez. 
Entro al sanatorio, quince preguntas mas tarde me mandan a otra habitación sola. Chau mamá, chau papá. Les di la carta que había escrito varios días atrás, los abracé fuerte y me fuí fingiendo tener valentía. 
Me despedacé en el pre-operatorio. Vi la primer aguja y casi muero, le vi la cara al enfermero y le pedí que no me deje sufrir. No lograron hacerme nada, estaba negada. 
Entra una mujer a la sala, se acaba de despertar y tenía un humor pésimo. Me calló la boca con una puteada y me dijo que la decisión era mía, que yo elegía si quedarme y terminar con todo o seguir soportandolo muchos años más. 
Definitivamente elegí quedarme, los últimos meses había estado al borde del colapso, el suicidio era la opción menos trágica. Era mejor una aguja que un soga la cuello. 
Entre al quirófano sin ser sedada, estaba más depierta que nunca. Pedí mis auriculares y puse la música lo más fuerte posible, quería que Nach me acompañara. Él, que me había escuchado llorar en mi cuarto por cuatro años, que me dio las palabras justas cuando lo necesité, el que no me dejó caer. Finalmente sentí la primer aguja, debía dormirme pero nada sucedió. Allí estaba yo, conciente. Allí estaba el cirujano, con su bisturí en la mano a punto de cortar mi cuerpo. ¿Qué está pasando? ¡No estoy dormida! ¡No me hagan nada! Nadie me hizo caso, nadie me escuchó. Me cortaron igual, me dolió y lo sentí. Me lloré cada uno de los puntos y sentí cada uno de los movimientos. Grité como si estuviera por morir y finalmente me relajé, todo había terminado al fin. 
Me desataron las manos que se habían mantenido en posición crusificción durante la operación y me senté en la camilla como si estuviera en mi casa, definitivamente la anestesia no tenía efecto en mi cuerpo. Salí caminando del sanatorio a las doce del mediodía. 
Llegué a mi casa, me senté en el sillón y lloré hasta que me sequé. Mi madre no comprendía qué me pasaba, pensaba que era dolor.  ¿Dolor? Ese dolor no era nada comparado con los años que había sufrido, las lágrimas que me había guardado frente a otras personas, frente al espejo, frente a mi vida. Estaba dejando salir todo, era lo único que quedaba de mi antiguo ser. 
Me dejé de sentir anormal, me empecé a sentir más persona... me empecé a sentir. Me podía mirar al espejo, podía vestirme como quería, podía desnudarme, podía finalmente ser feliz. 
El recuerdo quedará, no quiero olvidar toda esa tristeza porque me hace valorar aún más esta felicidad. La alegría de poder abrazar a quien quiera, de ser una más y finalmente de animarme a hacer mil cosas que antes no podía siquiera imaginar. 
Julia Tunrer

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